Madrid, capital teatral
del mundo.
No lo sé a ciencia cierta porque a las otras capitales del mundo viajo muy de
tarde en tarde. Si antes Madrid fue capital de la gloria hoy es capital del teatro que es, en definitiva, un tipo de gloria.Me aburre la vida sedentaria, pero cumplidos, aunque abiertos todavía los destinos de mi vida, me abandono más a las brisas, dulces
céfiros celestes, que a los huracanes. Aceptemos, pues, que Madrid es el centro
universal el teatro. Lo que para los aficionados es júbilo, para los críticos
son afanes. El pasado miércoles no pude asistir al estreno de El perro del hortelano, circunstancia
que no me apenó en exceso, pues cada vez soy más reacio a las parafernalias estrenistas. Derramé lágrimas por mi inolvidable Pilar Miró que llevó a las más altas cumbres cinematográficas este Perro. Vi el montaje de Pimenta (crítica en el MUNDO) al dia siguiente,
lo cual desplazó el estreno de Las
Cervantas en el Español, que a su vez desplazó Historias de Usera, ya con notable retraso, que a su vez........ Lamenté el aplazamiento por haber retrasado el gozo escénico de Marta Poveda, Notario, Castejón, Gallardo y un etc largo. Le regalé a Graciela el libro que le tenía prometido antes de verano. Y se lo dediqué: "a Graciela, el ángel rubio de la Comedia". Me dio dos besos
Comprendo ahora, tras una lectura que me ha dejado exhausto,
por qué fui incapaz de leer este verano el último libro de Pablo Jiménez (Ars moriendi Edit
Beturia, introducción Javier Mangano) un
poeta al que sigo y valoro desde hace años. Es una reflexión profundísima sobre
la vida y sobre la muerte, el lento y demorado arte de ir muriendo a la vez que
se vive a contra estilo: a contra vida y a contra muerte. A veces resuena en estas páginas abrumadoras el eco mortuorio de César Vallejo, “me moriré en París con
aguacero un dia del cual tengo ya el recuerdo”. Vallejo no hacía profecía, sino
recuerdo de su muerte. Algo parecido le ocurre a Pablo Jiménez, un clásico sin retóricas ornamentales, un sonetista de deslumbrante perfección. Está fuera de la pomada, quiero
decir, fuera de los suplementos literarios de los periódicos. Con frecuencia se
pregunta, ante el silencio con que los críticos de élite, reciben sus libros,
premiados en ocasiones, para qué escribir. La respuesta es sencilla: para
seguir viviendo. O para seguir muriendo.
Oscar Wilde explica
“muerte” Alfarera.
Han resultado sorprendentes las reacciones, alguna de ellas
airada, ante mi anuncio de que iba a “matar” a la alfarera prodigiosa. Eso
demuestra una cosa; que el personaje ha calado como una conciencia sentimental,
como una imagen de mujer luminosa a la que los excesos de libertad, suponiendo
que en la libertad haya excesos, le aportan un atractivo especial. La Alfarera,
sin que ustedes se hayan dado cuenta, hace tiempo que impregna sutilmente páginas de este diario. La
conocí antes que mi amigo equis, que en esta historia apenas pinta nada salvo por el
espíritu compasivo de "su" Alfarera, que no es obviamente la "mia". Nada más perverso que un amor compasivo. Nunca este privilegiado sin méritos, podrá
escribir su historia. En contrapartida, nunca la Alfarera modelará su figura en
barro. Ni siquiera un boceto a carboncillo de esos que los escultores hacen
como estudio previo.
Está claro que no la
mataré del todo; pero si sigo hablando
de ella agotaré la literatura de esa novela que escribiré un dia, no se cuándo; me devorará como personaje inconcluso. Pero, en parte, seguiré, quizá, siendo rehén de su vida azarosa, de alguna
lágrima suya que a veces le quema las mejillas y a veces disimula bailando con
huracanes.
Oscar Wilde ha irrumpido en esta historia, cosa que le agradezco infinito: “sabed que todo el mundo mata lo que más ama; los cobardes con un beso, los valientes con la espada”. Por otra parte, en mi lejana juventud fui crítico de arte La alfarera seguirá en su alfar, cuando peripecias imprevistas no se lo impidan; y yo veré sus exposiciones que ya empiezan a urgirle algunos coleccionistas. Siempre me dará motivos para escribir sobre ella. Sin vanas sentimentalidades.
Oscar Wilde ha irrumpido en esta historia, cosa que le agradezco infinito: “sabed que todo el mundo mata lo que más ama; los cobardes con un beso, los valientes con la espada”. Por otra parte, en mi lejana juventud fui crítico de arte La alfarera seguirá en su alfar, cuando peripecias imprevistas no se lo impidan; y yo veré sus exposiciones que ya empiezan a urgirle algunos coleccionistas. Siempre me dará motivos para escribir sobre ella. Sin vanas sentimentalidades.
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