domingo, 5 de junio de 2016

FANTASÍA EN EL CAFÉ; RABAL, UMBRAL GENTE DE MAL VIVIR.


Oliver y la melancolía.

Hace unos cuantos días almorcé en el Oliver de la calle Almirante, antiguo refugio nocturnal hasta casi el alba de poetas, cómicos y gentes de mal vivir. El Oliver de Adolfo Marsillach y Jorge Fiestas abría al anochecer y la mantenencia nos la procurábamos en otros lugares más baratos como El Guarro o el Comunista y, si corrían buenos tiempos, en Casa Gades que estaba enfrente, en Conde de Xiquena. Al entrar en Oliver me sobrevino un ataque de melancolía. Con un esfuerzo sobrehumano de la memoria emocional, eso que tanto gustaba a los actores  del Método, convoqué los fantasmas de Claudio Rodríguez, Paco Brines,  Ángel González, Carlos Oroza. Y con mucha más insistencia, los de María Asquerino, Lucía Bosé, Sandra Negrín, Paco Rabal y Francisco Umbral que enseguida vinieron a hacerme compañía sin remediar mi tristeza.  Sandra no respondió; la  más descarada mujer que he conocido,  la que, si una señora de té con pastas en el Gijón  la asimilaba a la farándula decía, “que yo no soy actriz, señora, que soy puta”. Divina Sandra  perdida hoy en un geriátrico. Los nuevos dueños de Oliver apenas conocen su historia, pero algo les suena; quisieran recuperar aquellos tiempos y no saben cómo.  Acaso porque aquellos tiempos ya no existen.

Aparece María Hervás, la indómita Jbara de Confesiones a Alá, que es recibida jubilosamente por María Asquerino y Lucía Bosé. Rabal intenta seducirla con su voz rota de don Juan rejuvenecido, y Umbral intenta ligar con ella. No es lo mismo seducir que ligar; seducir es un estilo; ligar es un oportunismo táctico. María Hervás prepara algo gordo, con Josep María Mestres  y Borja Ortiz de Gondra, que aún no quieren revelar. Con Borja hablo a menudo de la culpa y el perdón, del arrepentimiento, del odio, la violencia; hablo, en suma, de su obra magna Historia de una familia vasca.

 

Eternidad, fugacidad, tiempo.

La aparición de María es efímera y fugaz, circunstancias que nada tienen que ver con la duración del tiempo. Hay un tipo de mujer, fugitiva y enigmática, cuya eternidad es siempre efímera para los ojos que la contemplan y los oídos que la escuchan. Esa es la teoría de Paco Rabal, al que debo todas las cosechas de vino que me bebí en Oliver y en el Gijón pues siempre pagaba él,  que bebía wisky.

 

Actrices, poetas y Paco Umbral.

María Hervás, además de actriz, es poeta. Me da  un poema para que  lo valore y Umbral se lo quiere quedar. He afirmado con frecuencia que Umbral es el mejor crítico de poesía del último tercio del siglo XX. Puso prólogo a mi primer libro  La frente contra el muro; pero me niego a entregarle el poema sin el permiso de María. Y con su permiso, tampoco. Sé lo que pasaría. Con el pretexto de los versos, trataría de llevársela al huerto. No le daré el poema ni el teléfono; un güevo y la yema del otro. Aunque mi crítica sea menos sabia que la de Umbral,  el poema me lo quedo. Y el teléfono, que se las arregle.  Querido Paco, no  te daré el poema ni el teléfono porque nos conocemos; pero te regalo unos versos: “Aprendí a bailar con huracanes/ el vals de las flores/ hasta vomitar lágrimas al compás”. Responde Paco: “una mujer que baila con huracanes no es de fiar”.

 De una mujer que baila con huracanes sólo puede llegarte una brisa, querido Paco. “¿Me pasas el teléfono?”. Le digo que no  lo tengo. No se lo cree y tampoco se cree que yo haya vuelto a Lawrence Durrell  acerca de la triple  posibilidad que un hombre tiene con  las mujeres: amarlas, sufrir por ellas o convertirlas en literatura. Umbral simplifica mucho esa árdua cuestión. Dice que esa frase no es de Durrell, ese coñazo de tio insoportable, sino   de Clea, un personaje. Trampa saducea. Lo comparta o no, un autor es siempre responsable de lo que dicen sus personajes.

He vuelto ciertamente a Durrell, a El cuarteto de Alejandría. A Justine, la libertina, libérrima, hedonista, adorable  Justine. El erotismo y  la pasión en  Durrell le parece a Umbral literatura sobreactuada. No es una opinión neutral. Si alguien ha tratado el erotismo con radicalidad verdadera, es  Francisco Umbral. Ahí queda la cuestión entre nosotros como en los viejos tiempos.

 

La Venus de Boticcelli baila con huracanes.

 

Bastarían los versos antes citados y este otro “he nacido más veces que la Venus de Boticcelli”, para definir la temperatura del  poema, fechado en Itaca el 23 de Mayo de 2016. La temperatura de un poema es algo esencial que tiene que quedar muy definida; tanto como su estructura. En este poema hay un crescendo, estudiado o no, que culmina en el verso final. Es un poema de amor que halla su contínua referencia en la vuelta a Itaca, pero eso sólo lo advertimos al final; Itaca es la piel del amado, del amante. La autora ha escondido sabiamente el objetivo. Y  renace  tantas veces como puede acariciar  esa piel. Parece un poema de urgencia pero se adivinan detrás hondas reflexiones,  después de bailar con los huracanes que la apartan de Itaca a la que siempre vuelve:

 

Fértil

desnuda

victoriosa.

 

Es perceptible la preocupación por la estructura del poema, no solo la disposición tipográfica, sino el ritmo interno. Versos de una sola palabra, escalonamiento de las silabas hasta sugerir un  tímido intento de visualización de la idea. En tiempos, estos juegos tipográficos eran muy frecuentes y a veces convertíamos el poema en un laberinto innecesario, en un raro puzle. Tengo que enviarle a María Hervás mi antología, El corazón cruel de la ceniza, y el estudio de Jaime Siles;  una referencia prescindible -la antología no el estudio- pero acaso orientativa. Asentada en ese ritmo interno, la estructura del poema  es sólida  y  en exceso narrativa, circunstancia poco preocupante dada su rotunda  intensidad sensorial.  En definitiva a la autora, después de las batallas, 

“la han reanimado sirenas

sin cola

cansadas ya de ahogar soldados”.

Este verso sí que alarmaría a Paco Umbral. Por eso, aunque sea un grandísimo crítico de poesía, nunca le daré el poema de María Hervás. Y el teléfono, tampoco.

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