Euzkadi en el corazón de Madrid
La curiosidad por un texto de Ignacio Amestoy, La confesión
de Loyola, me ha metido de nuevo en un templo: la Iglesia de la “Real
Congregación de Naturales y Originarios de las tres provincias vascongadas”, a
un tiro de piedra del Español, que tanta gloria le ha dado a Amestoy, autor imprescindible de la Generación de la Transición. No será menor la que le proporcione este
monólogo dramatizado por un actor tan solvente cono Manuel Hernández director de la Escuela de la Unir.
Desde que dejé el Seminario de San Zoilo, allá en la
prehistoria, solo entro en una Iglesia a escuchar gregoriano, admirar prodigios
de arquitectura y filigranas de vidrieras. El otro dia entré para escucharle a Manuel Hernández, este texto abrumador y exhaustivo sobre Ignacio de Loyola, la confesión que rindió durante tres días en Montserrat en 1522. En
San Zoilo, donde corté mi carrera de
seminarista, sitúa Pérez de Ayala su novela A.M.D.G.
(Ad majorem Dei gloriam), texto demoledor e inmisericorde. Yo empecé a la
inversa de Ignacio de Loyola, salvadas las distancias; pasé de una vida de penitencias
a una vida disipada, dentro de un orden
perfectamente cuantificable. Tampoco voy a tirarme el nardo de la
disipación y la mundanidad
desenfrenadas.
Esta Congregación de Vascos
no son sacerdotes, son civiles que tienen un cura para algunos
oficios y honran la memoria de Ignacio, el fundador de los jesuitas. Como
gustaba de decir este converso genial y apasionado, y recoge Amestoy en La confesión de Loyola, pasó de soldado
del rey a soldado de Cristo. Fue un astro, un seductor en la corte castellana;
alanceador de toros, rendidor de damas y doncellas. Y recortador, arte taurino muy
propio del País Vasco Francés, en la plaza de Azpeita. Cultivó todas las artes
que seducían a las damas de la Corte. Fue un devoto en el arte de amar, el gozoso Ars
Amandi, y luego, metido en la senda religiosa, un militante contrareformista, igual de fervoroso.
Conviene matizar lo de soldado de Cristo, para que no haya
equívocos con algunos episodios de la reciente historia española. Nada que ver
con los Guerrilleros de Cristo Rey, expresión violenta del fascismo parapolicial
en el franquismo crepuscular; ni con los más recientes Legionarios de Cristo,
metidos en escándalos de distinta índole y expresamente condenados, me parece, por el Papa de Roma.
Ignacio Amestoy ha
dedicado a la historia vasca numerosas obras, desde Doña Elvira, imagínate Euskadi, hasta La cena sobre la cuestión de Eta; le faltaba la figura estelar de
Ignacio de Loyola, al que me gusta
definir como torero y pecador antes que fraile, pues toreador fue y gozoso oficiante en el altar de Venus, antes
de fundar la Compañía de Jesús, precursor en cierta medida del Concilio de Trento. Amestoy tiene una rara y apasionada
facilidad para redefinir a personajes que con frecuencia han quedado fuera de foco o, lo que es peor, desenfocados. Con La confesión de Loyola
se abren los actos del tricentenario de esta Congregación que desde hace tres
siglos habla vasco en el corazón de Madrid.
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