domingo, 14 de abril de 2024

 

ARS MORIENDI

Salto cualitativo desde la excelencia

Pablo Jiménez ha publicado un nuevo libro de poemas, Ars Moriendi. Oportuno para las horas de estos sombríos días. Un libro heterodoxo al que en tiempos más obscuros aún que los actuales, le hubieran negado el nihil obstat y hubiera ido a parar al Index librorum prohibitorum. Pablo Jiménez es un gran poeta que ya había publicado, me parece, sus Obras Completas, pero ahora con este texto las completa más. En  los lejanos tiempos del Aquelarre transgresor de Alberto Álvarez de Cienfuegos,  que había sido capitán jovencísimo del Ejercito Republicano y amnistiado tras años de cárcel, Pablo Jiménez era ya un   poeta tendente al clasicismo, un sonetista de excepción. Fue seminarista y parece que en todos los  Seminarios, para los cuales eran  reclutados los muchachos listos y pobres de los pueblos,  nos enseñaran a pensar en endecasílabos. Por lo que a mí respecta, Sonetos de la impostura, edit Akal, es un libro  por el cual a punto estuvieron de exiliarme, pues el PSOE lo tomó como ofensa y ataque personal a los sociatas. Sonetos de fuego y nieve, es un libro más templado sin otra motivación  que una novia que me había dejado por otro, como en mí era frecuente.

 La colección de sonetos de este Ars Moriendi es modelo de perfección inalcanzable para la mayor parte de los mortales.  Resalto con orgullo estas confluencias sin pretender compararme con Pablo Jiménez, lo cual sería vanidad suicida por mi parte. Pablo siempre fue persona de orden, fiel cumplidor de sus obligaciones, enamorado fiel de su novia, que sigue siendo  su mujer, Pilar, después de  cincuenta y dos años bien contados. Por lo que puedo deducir de Ars moriendi, Pablo llevaba escondido entonces un insurgente desesperado, sin límites ni lindes, como  otros llevaban  la clandestinidad política. Ars moriendi no es un libro sin esperanza, es un libro desesperado al que pone prólogo un trabajo ejemplar, por su lucidez, su poética y su profundidad, Javier Magano. No es un prólogo explicativo, que suele ser lo normal; es un prólogo iluminador lleno de revelaciones.  

El título Ars moriendi  evoca el Ars amandi, del romano Ovidio, pero no hay que dejarse engañar por las apariencias. Hay que tener más oficio, mas dedicación para  morir que a para amar, a no ser que el amor sea la nada que quema, la nada imposible que se niega y se reconoce a sí misma en cada aliento. La negación del amor y, a la vez, la negación de ese esa negación; una forma  del absurdo existencial.  La poesía de  Pablo Jiménez ha dado un salto cualitativo desde la excelencia que lo caracterizó siempre. En este nuevo libro se reconoce y se niega a sí mismo, es el ser y el no ser shakesperiano, es el todo y a la vez  la nada; no le es aplicable la norma latina “dos negaciones afirman” que sería en último caso una norma gramatical y Jiménez niega también la gramática como anécdota efímera y a la vez esencialidad fundante. Podría también haberlo titulado morituri te salutant, pero eso sería limitar el alcance de sus múltiples desdoblamientos. Un caos que en el orden muere y en el desorden vive, o viceversa.  Particularmente inquietante es la  versión que ofrece del mito fratricida de Caín y Abel,  o de la pasión y muerte de Cristo, víctima lejana y legendaria éste, del resentimiento de Abraham que, airado, sacrifica a su hijo Isaac pese a  tener suficientemente contento a Dios por su disposición a la obediencia. Ars moriendi, un libro que debiera sacudir los cimientos del desértico panorama de la actual poesía española y no pasar inadvertido.

sábado, 13 de abril de 2024

 

ToniCustodio. Adios a un artista y un hombre de bien.

Hay noticias que llegan tarde y que uno preferiría  no llegasen nunca. Hace algunos meses murió Toni Custodio. Yo no me había enterado. Hacía tiempo que no nos veíamos ni hablábamos por teléfono; y meses también que no hablaba  con Cristina Cerezales Laforet, su viuda, la cual sin duda me lo hubiera comunicado. Me  cuesta usar la palabra viuda referida a Toni y Cristina pues los amores eternos no acaban, viven para la eternidad y nunca quedan viudos. Ahora, por una llamada mía de rutina navideña, con bastante retraso,     me entero. Cristina es o fue profesora de dibujo, pintora y grabadora. Se pasó a la escritura, brillante y creadoramente, y yo aproveché los versos de Rafael Albertí para reprochárselo: “el dolor enterrado/ de enterrar el dolor/ de nacer un poeta/ por morirse un pintor”. Si quitamos lo de poeta y lo cambiamos por escritora y narradora, la cita le Alberti le cuadra bien a  Cristina. Toni Custodio fue  un hombre de bien, y muerto sigue siendo un hombre de bien. Un hombre, en el buen sentido de la palabra,  machadianamente bueno, que trataba de pasar por la vida inadvertido y en silencio. Cosa harto difícil en  un artista que  conjugaba la vertiente  profundamente creativa  del arte, con el humanismo sencillo y puro de la artesanía. El  más bello y lujoso libro que se ha hecho sobre Alberti y Lorca, reproducción de algunos de sus  poemas, manuscritos,  se debe  a Toni Custodio. El lujo del no eclipsa la belleza, y  la belleza se manifiesta en él, cotidiana y sencilla. Toni Custodio era, es,  un hombre de síntesis; y de fidelidades permanente y solidarias. Cincuenta años casado con Cristina Cerezales, padre de varias hijas que han conquistado el mundo, abuelo, levadura, iluminación. Una vez estuvimos a punto de hacer el Camino de Santiago juntos, Toni, Cristina y yo, una experiencia que a mí me fascinaba; enseñarle mi aldea, la casa donde nací, invitarle a las alubias estofadas  de mi hermana Elisa; escuchar el canto de los canónigos y el órgano en la catedral, la Bella Desconocida, sus mágicas vidrieras; pero al final decidió quedarse acompañando a Carmen Laforet que vivía con ellos, ya había dicho adiós a la escritura y odiaba el folio en blanco como una amenaza a su intimidad. Y nos fuimos solos Cristina y yo. Manuel Cerezales, su suegro,  me decía a menudo que Toni era como el hijo que todos los padres habrían querido tener. Adiós, amigo. No digo que descanses, porque las almas como tú nunca descansan; vuelan por esferas celestiales a las que los demás no tenemos acceso.

jueves, 11 de abril de 2024

José Leal y Fernando Rivas en Orfila; el sábado, clausura y fin de fiesta

En la Galería Orfila, la más antigua de España, cincuenta años de cultura y agitación política y artística exponen dos artistas , en diálogo cada una de sus obras respectivas; el pintor Fernando Rivas y el escultor José Leal. Dense prisa en visitar la muestra o seperderán una de las exposiciones del año, pues ésta se clausura el próximo sábado. La clausura de una exposición es algo a lo cual los artistas nunca se acostumbran, o se acostumbran mal. Aunque los cuadros o las esculturas tengan, todos ellos,  el punto rojo de la venta. Miran a los compradores que se los llevan como si estos los despojaran de una propiedad de la que nunca quisieran desprenderse. Y sin embargo, compradores (inversores,  coleccionistas de capricho o, simplemente diletantes del arte por el arte) rehenes son de la compra y de de venta. A Fernando Rivas, suficientemente conocido en el mercado y los circuitos del arte , yo lo descubro ahora. Quizá lo recuerdo vagamente, muy vagamente y sin atreverme a  asegurarlo con rotundidad,  allá pen los 80/90 del pasado siglo,por el estudio de Angel Aragonés, cuya obra a mi me atraía por las preocupaciones políticas y sociales que expresaba.  Aragonés siempre estuvo vinculado a Orfila y su espíritu insurgente. Luz y color, los  cuadros Rivas exigen la complicidad de quien los contempla; una especie de expresionismo abstracto, de realismo mágico. Bosques, jardines; jardines y mundo vegetal. 

A José Leal lo conozco de antiguo, aunque haga siglos que no nos vemos. Leal es de Almería, con el indalo como bandera. El indalo, la silueta esquemática de un hombre, es el totem y el símbolo de Almería, la expresión rupestre de una identidad vieja. Trabajó con Luis Cañadas, muralista imbuido,    de un espíritu clásico y artesanal. Un artesano mágico, un artista de las teselas, excelente dibujante. Otro indaliano que tenía una fe absoluta en José Leal, era Paco Alcaraz, víctima  de una vida emocional y personal trágica, que pintaba flores para liberarse. Alcaraz era restaurador del Museo del Prado y de colecciones particulares. Cuando no pintaba flores, hacía retratos de Peseta, su gata, y de Romero su perra. Conocedor de la historia y la importancia del marco en la pintura, tallaba marcos primorosos y llegó a hacer, creo recordar, una exposición en Bellas  Artes. Ambos y , en cierta medida Capuleto, otro almeriense, quizá el más dotado de todos para la pintura, tenían absoluta fe en José Leal. Por entonces éste hacía espejos, cristal y cobre, hoy piezas de museo, que a mí siguen fascinándome.

Esta exposición de Leal, tras una larga e intensa trayectoria, confirma aquellos lejanos augurios premonitorios. de quienes le conocimos. Piezas de bronce y acero inoxidable, figuras de íntima y temblorosa humanidad. Y al fondo, lejanamente, Henry More. O eso creo yo. Leal da forma al vacio, modela sus líneas inaprensibles e invisibles, la materia no es  sus elemento necesario y moldeable, sino sus cómplice. Ajeno a modas y ajeno a todo que no sea la esencialidad de su arte, está convencido de que sólo permanece el arte surgido de la necesidad interior y personal. El reencuentro con Jesé Leal  me ha traido no sólo ráfagas de un pasado que creía perdido; me ha traido el vendaval de un futuro que tiene mucho de eternidad.